domingo, 17 de abril de 2011

BETASOM (Novela por entregas) de Cristian Claudio Casadey Jarai

La Revista Cultural Espíritu Literario se complace en presentar la novela por entregas "BETASOM", de Cristian Claudio Casadey Jarai.

Primera Entrega:

Aquel triste día en que Italia declaró la guerra a Inglaterra y Francia, me encontraba embarcado sobre el viejo crucero Garibaldi, en calidad de oficial de máquinas… Ya han pasado demasiados años desde esos terribles sucesos, cuyos recuerdos todavía surcan las arrugas de mi vieja frente. Algunos gratos, otros no tanto, y muchos otros trágicos y desventurados. Sin embargo, aquel poderoso embrujo que llama a la mar, que envalentona la sangre de los hombres y empuja el ímpetu y la sed por nuevas aventuras, no me ha abandonado aun, a pesar de mi longeva edad. Todavía rememoro esos días como si todo hubiera sucedido tan solo ayer…

El almirante Martinelli era un hombre alto y delgado, de carácter fuerte e impecable en su vestir. Su voz ronca retumbaba en la Plaza de la Academia Naval. Nunca un hombre habló con el corazón como lo hizo aquel bravo marino, en un momento tan importante como lo era la graduación.

-Alféreces, están aquí reunidos para informarles sobre sus primeros destinos. Este mismo día marcharán hacia sus naves directamente al frente de combate. Nuestra noble Armada depende de todos y cada uno de ustedes. Probarán su valor y sus conocimientos al servicio de nuestra amada patria. Cruzarán mares y océanos y defender nuestro bello pabellón dondequiera que estén. La victoria será vuestra.

El almirante continuó hablando sobre el honor y la tradición naval del país, sobre las obligaciones históricas que pesaban sobre nuestros hombros como espíritus dedicados a la defensa de nuestros ideales, y el llamado a la gloria o a la muerte.

Estaba llamado a la mar desde el vientre de mi madre. Mi padre me cantaba canciones navales cuando todavía estaba en la cuna. Las ambiciones náuticas de mi progenitor fueron frustradas por las vicisitudes de la vida, obligaciones familiares y cargas económicas. A pesar de ello albergaba sus sueños para su primogénito. De esta manera me consagraron a la vida marítima.

Di mis primeros pasos en el arte de las velas en el alpino Lago Maggiore, en la frontera suizo italiana. El excelente clima piamontés hinchaba con orgullo mis pulmones y hacían de las actividades náuticas las más esperadas del año. De esta manera llegué en mi temprana juventud a trabajar como aprendiz durante medio año en una embarcación comercial que surcaba el Adriático. Algunos viejos marinos todavía festejaban durante esos viajes por la recuperación de Fiume y la heroica campaña del poeta Gabriele D'Annunzio, quien la había reconquistado con la ayuda de otros patriotas, fundando en aquel sitio un estado libre. Luego la ciudad puerto fue anexada al Reino de Italia. Poco duraría aquella efímera felicidad.

En el transcurso de mi último año de bachillerato logré aprobar los difíciles exámenes que se exigían para ingresar a la Real Academia Naval.

Poco después las hostilidades de la guerra cambiaron por completo mi vida. La guerra relámpago sobre Polonia y la entrada de Inglaterra en el conflicto tuvo como consecuencia la movilización de todos los hombres disponibles. Es así que fui llamado por la marina mucho antes de lo esperado. Mi corta edad y mi inexperiencia habían evitado mi intervención en la conquista de Abisinia. Pero todo iba a cambiar pronto.

La alianza entre Alemania e Italia hizo que fuera trasladado a un centro de entrenamiento situado en una secreta y diminuta isla en el Báltico. El viaje fue realmente extenuante, sin embargo, el deseo de servir a mi patria estaba por encima de cualquier agotamiento físico o mental.

El 1 de diciembre de 1939 me trasladé a los cuarteles del Centro de Entrenamiento de oficiales ubicado en una pequeña isla del Báltico. Los instructores eran rigurosos y muy exigentes, de manera que solamente los más aptos salían airosos de las actividades desplegadas en aquel solitario y silencioso lugar.

Cuatro meses fríos y difíciles pasé en un barreminas recorriendo cada gota del pesado mar Báltico, sin que hubiera mayores novedades que el eterno desgaste del cuerpo y del espíritu. El agua salada impregnaba hasta lo más profundo del alma, tanto que a veces era necesario remontar el pensamiento hacia tierras más cálidas al sur. Por fin fue el momento de regresar a Italia.

En las primeras jornadas de la guerra, la marina italiana se mantuvo siempre atenta, guardada al refugio de sus bases. Durante esa época, en el Mediterráneo solo se sucedieron algunas operaciones aisladas a cargo de cruceros y destructores. Las primeras batallas de importancia entre la flota italiana y la inglesa comenzaron en julio de 1940. Ya para entonces tenía una cierta noción sobre lo que podría llegar a venir. El optimismo reinaba por todas partes. El enemigo parecía acorralado. Pero al final todo resultó ser una efímera y frágil burbuja de jabón, pues la débil maqueta del régimen imperante vería su final acercarse estrepitosamente. Mi memoria retrocedía, visualizando la imagen viva de mis padres y mi hermana. De algún modo lograba comprender que todo en la vida tenía sus límites, que la gloria, los éxitos, el amor y las pasiones, podrían acabarse de un momento a otro, sin que los más profundos anhelos que uno guarda en lo más íntimo de su ser pudieran cumplirse. Mi cuerpo mortal quedaría yaciendo en pedazos en medio del océano inclemente o sepultado bajo el plomo enemigo y el duro metal de mi nave, sirviendo de cebo para quien sabe qué clase de voraces peces. Si a lo mejor algún caballero tuviera la piedad de recoger mis restos, podría a lo mejor ser enterrado de manera cristiana y guardar reposo por el resto de la eternidad.

Los acuerdos navales entre Alemania y el Reino de Italia se firmaron durante los días 20 y 21 de junio de 1939, en Friedrichshafen, un pueblo en la costa norte del Lago Constanza. Alemania, convertida en la primera potencia militar del mundo, mientras que Italia se encontraba en inferioridad de condiciones. Pero contábamos con una magnífica flota de guerra y una invalorable experiencia en operaciones submarinas.

La caída de Francia ofreció a las fuerzas del Tercer Reich una salida protegida al Atlántico, gracias a la gran cantidad de puertos existentes en sus costas. Este importante hecho ayudó a la expansión de la escuadra submarina alemana, la cual que inició una violenta campaña de construcción de nuevos sumergibles. Alemania solicitó la presencia de la flota submarina italiana en el Atlántico para patrullar las aguas desde el sur de Lisboa, mientras que los U-Boot se encomendaban a la zona norte desde la bella capital portuguesa.

Por esos giros inesperados del destino, como bien había mencionado anteriormente, me encontraba en calidad de oficial de máquinas en el crucero Garibaldi cuando estalló la lucha armada. Pero no duré mucho en aquella labor. En breve fui enviado a un nuevo destino, esta vez como parte de una delegación dispuesta por el Almirante Calvetti, con el propósito de inspeccionar los puertos franceses. La misión consistía en encontrar el lugar más propicio para poder establecer una base de submarinos. Al final fue elegido de manera unánime el puerto de Burdeos, a cincuenta milla de la Bahía de Vizcaya, pues gracias al río Gironde existían varios canales a través de los cuales se podía acceder al Mediterráneo. Esto hacía de la zona un área muy importante para los intereses de la Regia Marina. Además Burdeos estaba equipado con esclusas, talleres y demás infraestructura indispensable para un correcto funcionamiento de las futuras instalaciones.

Ese fue el origen de BETASOM; la letra "B", de Burdeos, que en la terminología militar correspondía a BETA, y SOM, de sommergibile (sumergible) para la base de submarinos.

Dos grandes compuertas conectaban a Betasom con el río Gironde. Tenía dos diques secos, uno para recibir a los robustos submarinos transoceánicos y otro preparado para albergar dos pequeños submarinos al mismo tiempo. También se habían levantado barracas para los marinos, comedores, bodegas y edificaciones similares. El Batallón San Marco había sido encomendado para salvaguardar la seguridad de la base.

Al principio hubo una falla en la seguridad de los sumergibles, pues las naves italianas permanecían expuestas al aire libre. Los alemanes, temerosos de la costosa pérdida de los aparatos, decidieron construir los bunkers apropiados para proteger sus artefactos en Burdeos. Una dificultad extra la constituía la distancia de cincuenta millas que había entre la base y la salida al mar. La navegación en el río Gironde era sumamente difícil, por lo que se requería de la asistencia de pilotos franceses para dirigir a los submarinos tanto hacia la entrada como hacia el Atlántico. Esto sólo podía hacerse dos veces al día cuando la marea estaba alta.