jueves, 20 de noviembre de 2008

Relato: El Niño Grimaldo. Ricardo Calderón Inca (Perú).



A tu presencia desde el celaje.

 

Alguien tuvo que ir por el pan y ninguno de mis hermanos quería hacerse cargo de esa encomienda. Mi madre había regresado del mercado cansada, todos los días era lo mismo, traía un balde con comida que le sobraba de su puesto, tan humilde, tan sencilla, para repartirlo entre diez hermanos; seis mujeres y cuatro hombres. Hernán era el menor y como de costumbre hacía los recados de los hermanos mayores, pero esta vez ocurrió algo distinto. Nancho como comúnmente le decían, se empaló y no quiso ir por el pan, Alonso, como hermano mayor, reclamó por qué no quería ir –yo no quiero ir… ¿por qué no vas tú?, ¿acaso siempre tengo que hacerte caso?- Los reclamos se iban acelerando, se acentuaban las palabras, de un tonto a un carajo, y con frecuencia se acercaban cuerpo a cuerpo, como buscando en el viento, la superioridad de sus argumentos. Cállate… y un reverendo sonido impactó en el rostro de Hernán. Se ausentaron las palabras, pero las miradas, sólo aquellas iracundas, lo decían todo.

-¿Qué está pasando acá?-, preguntó la mamá Claudelina y entre labios pronunció: estas mierditas otra vez se están peleando. Parecen locos gritando, ¡qué cosa! arrebatados estos, -mí mamá estaba realmente guapaza-  ni el recuerdo de su padre los hace unirse, ¡malcriados! Nancho se encerró en su cuarto durante diez minutos, luego como alma que lleva el diablo se esfumó de la casa. Ya eran las siete de la noche, las ocho, las nueve, las diez y aún no regresaba. Doña Claude, como acostumbraban a decirle en el mercado, estaba realmente asustada, aquel hijo callado y misterioso, se había ausentado del hogar, aún su ausencia era necesaria.

Claudelina imaginó mi ausencia y mi paradero en casa de la tía Felina, una de esas tantas tías a la que uno recurre cuando suceden problemas, era una buena opción para tranquilizarse, sin embargo, se le vino a la mente la idea de mi presencia en el cementerio, no sabría explicarles como advirtió tal imaginación, porque a las finales resultó siendo verdad. Aquella noche camino al cementerio brotó en mí un sin números de interrogantes, de las cuales una, me causaba admiración: “¿por qué moriste papá Grimaldo?”. Había transcurrido un mes del fallecimiento de mi padre y aún no podía creer que su mirada había partido, todo era quebranto, todo sin sentido, todo triste, todo muerto. Cuando ingresé al mausoleo ya eran aproximadamente las doce y media de la noche. No me interesó en lo más mínimo la pena que causaría a mi familia con mi ausencia, ni mucho menos pensé en mi madre, la amaba tanto. Buscaba la tumba de mi padre, pero habían tantas que me perdí por un momento, luego retomé el camino adecuado y me dirigí hacia ella. Las flores del mes pasado aún persistían en el nicho, intactas, como si cada día ellas vivieran para demostrar al mundo la belleza del alma desterrada. Hablé con mi padre largo rato, le conté lo que había sucedido en la tarde con mi hermano, le dije también que lo extrañaba, que me sentía solo, terminé por llorarle, casi lo suficiente como para llenar mi baldecito y comenzar a lavar la armazón que cubría la foto de Grimaldo, “hay mi niño Grimaldo por qué te fuiste”. La noche estaba templada y el miedo se me hacía insignificante en compañía de mi padre -¿será acaso por el vino que traje?- claro que traje un vino, sentí la imperiosa necesidad de brindar con papá. Comenzó hacer un poco de frío (por no decir bastante) así que comencé a cavar al costado de la sepultura, hice una zanja profunda para enterrarme a su lado, solamente hasta el cuello, quería ver como la noche se estrellaba con todas sus maravillas. Comencé a rezar profundamente, soñaba con sus días a mi lado, mis días sin su presencia, mis días, sus días, imaginaba, imaginaba… pero el sueño logró vencerme.

Ya entre mi letargo, observé la silueta tímida de mi padre y cálida a la vez, mire hacia arriba y era él, sí, era él.

-Cálmate hijo, estoy contigo, deja de llorar.

-Llévame contigo papacito, llévame, llévame por favor. Por un momento añoré la muerte con toda su belleza, para tan solo vivir a su lado.

“No”, respondió Grimaldo, un rotundo y enérgico no, te necesito a lado de tu madre, ¿quién ocuparía mi lugar como el hombre de la casa?, mientras él decía esto yo miraba fijamente su rostro, transmitía una profunda tranquilidad, su mirada infantil, su sonrisa benévola; sus gestos lo decían todo. Sí papito, le respondí, ahora mismo voy a verlos, es necesario que los cuide, no quiero perderlos como te perdí a ti. Al poco rato tomó mis manos, besó mi frente y me dijo: “Tengo que ir por tu madre y tus hermanos, ellos también me necesitan”.

Al despertar hallé por encima de la tumba la foto de mi padre, era la que habitaba en su interior, comprendí entonces que entre todas las señales del mundo, aquella era la más completa. Tomé la foto y me dirigí a casa. Poco antes de llegar, observé a lo lejos, la silueta sencilla y resuelta de Claudelina, estaba regando sus plantas con una solemne dulzura.

-Hola mamita. Y a través de mi faz taciturna, dos lágrimas azoradas quebrantaron mis mejillas.

-Hola hijo mío, ayer fue un día terrible para ti, debes estar cansado, vamos adentro, te haré tu sopita de gallina.

No puedo describir cuan bien me hicieron sentir sus palabras, era su alma en mis brazos y su Dios en mis ojos. Antes de ingresar a casa, mostré a los cielos mi sonrisa más plena, buscando en ella el argumento perfecto del amor.

-Aló, sí, ¿quién habla?

-El cadáver del niño Grimaldo ha desaparecido del cementerio.